CUENTOS DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

Cómo Se Formaban Los Caudillos

Lucio V. MANSILLA

Todos los historiadores argentinos dicen, poco más o menos, cuando hablan de Rozas, que ese célebre personaje descendía de una familia ilustre. Nobles o no, los padres de Rozas eran estancieros; así es que esto basta y sobra para explicar por qué causas el hijo mayor tomó el campo, en un ímpetu de independencia personal, disgustado por una punición, que le habían aplicado, según él decía, con injusticia . . . dejando «hasta la ropa», pues quería buscarse la vida solo y probar que ya era hombre y no un niño, a quien se le pega, o se le encierra en un cuarto obscuro.

Estamos en la célebre estancia «del Pino»; Rozas es ya propietario; mejor dicho, están tomando el fresco bajo el árbol que le da su nombre a la estancia don Juan Manuel y su amigo el señor don Mariano Miró.

De repente don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende la vista hacia el horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde estaba atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de salto, y parte . . . diciéndole al señor Miró:

—Dispense, amigo, ya vuelvo.

Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel. Miró mira; nada ve. Don Juan Manuel apura su caballo, que es de superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los polvos huyen, envolviendo a un jinete, que arrastra algo. Don Juan Manuel, con su ojo experto, ayudado por la malicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella, que le había hecho interrumpir la conversación.—Un cuatrero, se dijo y no titubeó.

Con efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada, y sin detenerse había enlazado una oveja, y la arrastraba robándola. El gaucho vió desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció, se apuró.—¡Don Juan Manuel! se dijo.

Don Juan Manuel castiga su caballo. El gaucho entonces suelta la oveja con lazo y todo, comprendiendo que, a pesar de la delantera que llevaba, no podía escaparse, por bien montado que fuera, si no largaba la presa.

Aquí ya están casi encima el uno del otro. El gaucho mira hacia atrás, y rebenquea su pingo, a medida que don Juan Manuel apura el suyo, y corta el campo en diversas direcciones con la esperanza de que se le aplaste el caballo a don Juan Manuel. Entran ambos en un vizcacheral; primero el gaucho, después don Juan Manuel. Pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan Manuel; sale parado con las riendas en la mano izquierda, y con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma de una oreja, lo levanta y le dice:

—Vea, paisano, para ser buen cuatrero, es necesario ser buen gaucho y tener buen pingo. . . .

PARA SER BUEN CUATRERO ES NECESARIO TENER BUEN PINGO

Y montando hace que el gaucho monte en ancas de su caballo, y se lo lleva, dejándolo a pie por decirlo así; porque la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover.

La fuerza respeta a la fuerza: el cuatrero estaba dominado, y no podía ocurrírsele en ancas del caballo de don Juan Manuel sino admirarlo; y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don Juan Manuel volvió a las casas con su gaucho.

—Apéese, amigo,—le dijo al gaucho, y en seguida se apeó él, llamando a un negrito que tenía.

El negrito vino, le habló al oído, y dirigiéndose en seguida al gaucho, le dijo:

—Vaya con ese hombre, amigo.

Luego volvió al señor Miró y sin decir una palabra respecto de lo que acababa de suceder, lo invitó a tomar el hilo de la conversación interrumpida, diciéndole:

—Bueno, usted decía . . .

Salieron al rato a dar una vuelta por una especie de jardín, y el señor Miró vió un hombre en cuatro estacas. Notado por don Juan Manuel, le dijo sonriéndose:

—Es el paisano ese . . .

Siguieron andando, conversando. La puesta del sol se acercaba; el señor Miró sintió unos como palos, aplicados en cosa blanda, algo parecido al ruido que produce un colchón enjuto, sacudido por una varilla, y miró en esa dirección. Don Juan Manuel le dijo entonces, volviéndose a sonreír, haciendo con la mano derecha ese movimiento de un lado a otro con la palma para arriba que no dejaba duda:

—Es al paisano ese . . .

Un momento después se presentó el negrito y dirigiéndose a su patrón, le dijo:

—Ya está, mi amo.

—¿Cuántos?

—Cincuenta, señor.

—Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer. . . .

El sol se perdía en el horizonte, iluminado por un resplandor rojizo, y habría sido menester ser cuasi adivino para sospechar que aquel hombre, que se hacía justicia por su propia mano, sería en un porvenir, no muy lejano, señor de vidas, famas y haciendas, y que en esa obra de predominio serían sus principales instrumentos algunos de los mismos azotados por él.

Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al negrito, que partió y tras de él, muy lentamente haciendo algunos rodeos, ambos huéspedes. Llegan a las casas y entran en la pieza que servía de comedor. Ya era obscuro. En el centro había una mesita con mantel limpio de lienzo y tres cubiertos, todo bien pulido.

El señor Miró pensó, ¿Quién será el otro? No preguntó nada. Se sentaron, y cuando don Juan Manuel empezaba a servir el caldo de una sopera de hoja de lata le dijo al negrito, que había vuelto ya:

—Tráigalo, amigo.

Miró no entendió. A los pocos instantes entraba el gaucho de la rodada.

—Siéntese, paisano,—le dijo don Juan Manuel.

El gaucho hizo uno de esos movimientos que revelan cortedad; pero don Juan Manuel lo ayudó a salir del paso repitiéndole:

—Siéntese no más, paisano, siéntese y coma.

El gaucho obedeció y entre bocado y bocado hablaron así:

—¿Cómo se llama, amigo?

—Fulano de Tal.

—Y dígame, ¿es casado o soltero?

—Soy casado.

—Vea, hombre, ¿y tiene muchos hijos?

—Cinco, señor.

—¿Y qué tal moza es su mujer?

—A mí me parece muy regular, señor.

—¿Usted es pobre?

—¡Eh! señor, los pobres somos pobres siempre.

—¿Y en qué trabaja?

—En lo que cae, señor.

—Pero también es cuatrero, ¿no?

El gaucho se puso colorado y contestó:

—¡Ah! señor, cuando uno tiene mucha familia suele andar medio apurado.

—Dígame, amigo, ¿no quiere que seamos compadres?

El gaucho no contestó. Don Juan Manuel prosiguió:

—Vea, paisano; yo quiero ser padrino del primer hijo suyo, y le voy a dar unas vacas y unas ovejas y una manada y una tropilla y un lugar por ahí en mi campo, y usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a medias. ¿Qué le parece?

—Como usted diga, señor.

Y don Juan Manuel, dirigiéndose al señor Miró, le dijo:

—Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo del trato, ¿eh?

Y luego dirigiéndose al gaucho, agregó:

—Pero aquí hay que andar derecho, ¿no?

—Sí, señor.

La comida tocaba a su término. Don Juan Manuel, dirigiéndose al negrito y mirando al gaucho, prosiguió:

—Vaya, amigo, descanse; que se acomode este hombre en la barraca, y si está muy lastimado, que le pongan salmuera. Mañana hablaremos; pero tempranito vaya a ver si campea ese matungo y degüéllelo ... que eso no sirve sino para el cuero.

El paisano salió. Don Mariano Miró, encontrando aquella escena del terruño, propia de los fueros de un señor feudal de horca y cuchillo, muy natural, muy argentina, nada vió.

Un párrafo más y concluyo.

El cuatrero fué compadre de don Juan Manuel, su socio, su amigo, su servidor devoto, un federal en regla. Llegó a ser rico y jefe de graduación. Sus hijos y sus hijas se casaron, se mezclaron bien, se refinaron, se educaron, se ilustraron . . . échense ustedes por la pista . . . Por ahí andan, y gozando de no poca consideración social.

«No hay mal que por bien no venga», y queda una vez más probada la eficacia de la frase bíblica:

«No le escasees al muchacho los azotes, que la vara con que le dieres no ha de matarlo.»