TROZOS MODERNOS
El Labrador Prudente
Vivía cerca de Salamanca un labrador que se ocupaba también en cosas de comercio. Un día marchó a la ciudad cargado con todo su dinero, porque quería hacer algunas compras. Llegó a una encrucijada y preguntó a un anciano que estaba allí, cuál era el camino que debía tomar.
—Te lo diré si me das cien pesetas,—respondió el anciano.—No hablo por menos. Cada consejo que doy vale cien pesetas.
—¿Qué será el consejo que vale cien pesetas?—pensó el labrador, mirando la cara de zorro que aquel viejo tenía.—Debe de ser algo muy raro, porque los consejos se dan generalmente gratis. Es verdad que también valen poco.
Y le dijo al anciano:
—Vaya, pues, dame el consejo. Aquí están las cien pesetas.
—Muy bien. Te diré: ese camino que va derecho es el de hoy, y ése que hace un recodo es el de mañana y el más seguro. Tengo algo más que decir,—continuó el anciano,—pero tienes que pagarme otras cien pesetas.
El labrador meditó un buen rato, y por fin se decidió.
—Ya he pagado el primer consejo,—pensó,—bien puedo pagar el segundo.
Y le dió las cien pesetas.
—Muy bien,—dijo el anciano.—Cuando estés de viaje y entres en una posada, si el posadero es viejo y el vino nuevo, echa a correr de allí, pues puede sucederte alguna desgracia. Tengo algo más que decirte, pero dame otras cien pesetas.
El labrador pensó:
—¿Qué será el consejo nuevo? En fin, ya he comprado dos; ¿por qué no he de comprar otro?
Y le dió sus últimas cien pesetas.
—Muy bien,—dijo el anciano. Si alguna vez te encolerizas, deja la mitad de tu cólera para el día siguiente. No la emplees toda en el mismo día.
Y el labrador volvió a tomar el camino de su casa, sin dinero y con las manos vacías.
—¿Qué has comprado?—le preguntó su mujer.
—Tres consejos,—respondió,—que me han costado cada uno cien pesetas.
—Eso es, malgasta el dinero, échalo por la ventana como acostumbras.
—Querida esposa,—contestó el labrador,—no sientas el dinero, pues vas a saber cuáles son las palabras que he pagado.
Y contó lo que le habían dicho.
La mujer llamó loco a su marido, y le predijo que arruinaría la casa.
Pasado algún tiempo, se paró a la puerta del labrador un comerciante con dos carros llenos de mercancías. En el camino había perdido a su socio, y, como necesitaba un acompañante, le ofreció al labrador cincuenta pesetas si quería encargarse de uno de los carros.
—No digas que no,—dijo la labradora a su marido. Siquiera esta vez puedes ganar alguna cosa.
Y partieron el labrador y el comerciante.
Guiaba el comerciante el primer carro y lo mismo hacía el labrador con el segundo. Hacía mal tiempo, los caminos estaban casi intransitables, y los dos vehículos adelantaban con mucho trabajo. Por fin llegaron a la encrucijada, y el comerciante preguntó cuál de los dos caminos debía tomar.
—El de mañana,—respondió el labrador;—es más largo, pero más seguro.
El comerciante quiso tomar el de hoy.
—Aunque me dieses cien pesetas,—dijo el labrador,—no tomaría yo nunca ese camino.
Y los dos hombres se separaron.
El labrador, que había escogido el camino más largo, llegó mucho antes que su compañero, y sin que su carro recibiese averías. Pero el comerciante no pudo llegar hasta la noche. Su carro se había caído en un pantano; todo el cargamento se perdió, y además el pobre hombre quedó herido.
Al fin llegaron a una posada; el posadero era muy viejo, y un ramo verde que tenía colgado a la puerta daba a entender que allí se vendía vino bueno y barato. Quiso el comerciante pasar la noche en aquella posada, pero el labrador le dijo:
—Yo no duermo ahí, aunque me regalen cien pesetas.
Y salió de prisa, dejando en la posada a su compañero.
Por la tarde, varios mozos que habían bebido algunos jarros de vino nuevo disputaron. Sacaron las navajas, y el posadero a causa de sus años no tuvo fuerza para separar a los combatientes. Resultó un hombre muerto, y, como temían a la justicia, escondieron el cadáver en el carro del comerciante.
éste, que había dormido sin oír nada, se levantó de madrugada para enganchar sus mulas. Asustado al hallar un cadáver en el carro, quiso huir para no verse comprometido en una causa criminal; pero la policía le prendió, y, mientras los jueces ponían en claro el asunto, arrojaron al hombre dentro de la cárcel y le confiscaron sus bienes.
Cuando el labrador supo lo que había sucedido a su compañero, quiso poner el carro en seguridad, y tomó el camino de su casa.
Acercábase ya a su huerta, cuando vió a un soldado que, subido en las ramas de un ciruelo, se entretenía en robarle las mejores frutas.
El labrador preparó la escopeta para matar al ladrón, pero luego reflexionó y se dijo:
—Cien pesetas me ha costado el saber que el hombre no debe desahogar toda su cólera en un día. Esperemos a mañana, que ya volverá el ladrón.
Dió un rodeo para entrar en su casa por otra parte, y cuando llamaba a la puerta el soldado se le echó en sus brazos diciendo:
—Padre, he aprovechado mi licencia para darte un abrazo.
El labrador dijo entonces a su esposa:
—Te voy a contar lo que me ha sucedido, y verás si me han costado caros los tres consejos.
LLEGARON A UNA POSADA
Contó toda la historia; y como el pobre comerciante, a pesar de su inocencia, murió en la horca, el labrador recogió la herencia de aquel imprudente. Viéndose rico, repetía continuamente:
—Nunca es caro un buen consejo.
Cuento Popular